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Cuando mi hija Renata tenía un añito y medio de edad, decidí­ que ya era hora de que empiece a garabatear sus primeros trazos. Para captar su interés agarré lápices de colores y papel y le pregunté: ¿qué quieres que te dibuje, mi amor? Mi pequeña dijo: "un gol, papi" (una pelota) La dibujé y se emocionó. Luego dijo: "mía teta, papi" (su biberón) y al dibujarla, había logrado su interés y se animó a coger un lápiz de color. Rayó un poco en el papel y volvió a poner el lápiz en mi mano diciéndome: "Quelo Minnie, papi" El gusto por los personajes de Disney es algo que ambos tenemos en común, por lo que al escuchar su petición me emocioné igual, o más que ella. Tomé un par de colores y el resultado fue este garabato:

 

 

 

Al terminar de garabatear, le hice ver mi dibujo de Minnie a mi pequeña y se le borró la sonrisa del rostro. De hecho, puso trompita de casi puchero previa al llanto, y dijo: "No, papi, no, no, no...." Su reacción fue algo que me marcó demasiado. No podía dejar que mi hija se quede con ese recuerdo lamentable en su memoria. Me propuse aprender a dibujar y empecé de inmediato. Transcurrieron un par de días para ver los frutos de la dedicación que le puse a mi propósito. Aprendí­ que por un hijo somos capaces de sacar lo mejor de nosotros y descubrir talentos escondidos. Sin pretensiones o creerme un genio del dibujo, quedé satisfecho y por qué no, orgulloso del resultado. No podrán negar que la diferencia entre la Minnie #1 y la Minnie #2 es gigantesca.